Recientemente, la gran Pamela Clare, autora
a la que admiro no solo por sus libros sino también por su encanto personal,
publicó en su grupo de Facebook una historia... Pero lamentablemente éste era
el relato de una violación, la sufrida por ella misma a la edad de 10 años por
el padre de una amiga.
A mis compañeras del Blog Pecados Capitales
y a mi misma nos impactó tanto, que María José Losada, su traductora oficial en
España, le pidió permiso para traducir el relato y colgarlo en nuestros blogs.
Aquí tenéis la traducción de la verdadera
historia de Pamela Clare y su lucha personal contra la violencia sexual;
lo que demuestra no solo su fortaleza, sino también su coraje y valentía.
Rompe el silencio.
Tenía
diez años. Era alta para mi edad y lucía una larga melena rubia que apenas
había comenzado a rizarse. Aquel día me acerqué a casa de una amiguita del cole
para preguntarle si le apetecía salir a jugar conmigo, pero no estaba en casa.
Su padre me abrió la puerta y me dijo que podía esperarla dentro. Entré en la
casa sin temor y me senté a esperarla en la agujereada moqueta marrón mientras
veía la tele. Emitían el programa musical Soul Train.
Entonces
no sabía que acababa de entrar en la guarida de un depredador.
No
llevaba mucho tiempo viendo la televisión cuando el padre de Julie me preguntó
si quería un bikini de su hija. Me dijo que ella lo regalaba y estaba seguro de
que me serviría.
No
es que me interesara demasiado, pero él me tentó para que lo aceptara
diciéndome que era muy bonito. Estamos hablando del año 1974, los bikinis eran
la última moda. Vestir a la moda no estaba entre mis prioridades, aunque tenía
un bikini de color rosa que me ponía cuando corría en verano bajo los
aspersores de riego del jardín o cuando jugaba con mis hermanos en la piscina.
Por fin, y sin sospecha o temor alguno, le respondí que sí, que me encantaría
tener ese bikini.
Me
invitó a probármelo; solo para asegurarnos de que me servía.
Me
levanté y le acompañé al dormitorio. Una vez allí cerré la puerta para disfrutar
de cierta privacidad. Me sentí un poco cortada cuando él la abrió al instante,
pero no me asusté. A fin de cuentas era un padre. Mi padre me llenaba a veces
la bañera y me ayudaba a lavarme el pelo o me tendía la toalla para secarme.
Sin embargo, el pudor hizo que me pusiera el bikini lo más rápido que pude.
Pero
no fui suficientemente rápida. Cuando quise darme cuenta, él me había puesto
las manos encima, las paseaba por todo mi cuerpo.
En
ese momento sí tuve miedo, sin embargo no conocía las palabras para describir
aquel temor; solo percibía la sensación de que había algo en todo aquello que
no era correcto.
Le
dije que no quería el bikini, me lo quité, se lo puse en las manos y me volví a
cubrir con mi ropa lo más rápido que pude.
Cuando
estuve vestida de nuevo ya no tuve miedo. ¡Qué tonta fui!
Salí
del cuarto y volví a sentarme frente al televisor para ver bailar a toda
aquella gente.
Él
se sentó detrás, luego se dejó caer al suelo, a mi lado. Escuché el ruido de
una cremallera y aparté la mirada del televisor para ver cómo se abría los
pantalones.
Era
la primera vez que veía los genitales de un hombre. Me resultaron repulsivos.
De
hecho, me parecieron realmente feos; tan repugnantes como aquella vez que
vislumbré las entrañas aplastadas de una ardilla que había sido atropellada por
un coche en la calle paralela a Martin Park, donde estaba mi colegio.
No
voy a entrar en detalles de lo que ocurrió después, porque esto puede caer en
manos de algún enfermo pervertido capaz de masturbarse mientras lo lee. No
obtendrá esa satisfacción a mi costa. Basta decir que me violó sobre aquella
moqueta marrón, entre un televisor en el que salían imágenes de hombres y
mujeres bailando, y un sofá sobre el que colgaba un tapiz de terciopelo negro
con un asno y un cactus.
Cuando
todo acabó, me marché corriendo a casa. Me sentía enferma. No sabía otras
palabras para describir lo que acababa de ocurrirme que las que él había usado,
y esas palabras era tan groseras que me meterían en un montón de problemas si
las repetía. Me aterrorizaban. Creía lo que él me había dicho y estaba
convencida de que todo aquello había ocurrido por mi culpa; de que había hecho
algo terriblemente malo.
Como
tardaba, mi madre estaba preocupada. Todavía hoy dice que se acuerda de ese día;
que crucé la puerta y me fui directa al cuarto de baño mientras ella me
preguntaba si estaba bien.
No
lo estaba. Tardé mucho tiempo en volver a estar bien.
Los
niños saben guardar muy bien los secretos, sobre todo cuando temen que
revelarlos solo les reportará un castigo. Además, yo tenía más imaginación que
el resto de los niños. Podía abstraerme durante horas en las fantasías que
poblaban mi mente; castillos, princesas y zapatos de rubí. Nada de brillantes
lentejuelas rojas, sino dos rubís de gran tamaño esculpidos en forma de
zapatitos de cristal.
Pero
lo cierto es que no soñaba durante todo el tiempo.
En
mi interior algo gritaba. Eran los gritos que había guardado dentro de mí
cuando el padre de Julie me hacía daño; los gritos que había contenido cuando
llegué a casa y que pugnaban por salir a la superficie. Aún hoy no estoy segura
de que en 1974 hubiera un nombre para eso, aunque ahora se los llama terrores
nocturnos.
No
puedo decir cuántas veces me vi asaltada por ellos; sigo recordando la
sensación de despertarme en mitad de la noche, tan aterrada que temía vomitar
sobre la moqueta de mi madre, estremeciéndome de pies a cabeza, presa de un
horror anónimo que me sumía en un estado de pánico absoluto. Entonces me
acercaba a la habitación de mis padres y me quedaba temblando en la puerta,
cegada por las lágrimas, con el miedo envolviéndome como un alambre de espino.
En cada una de aquellas ocasiones mi padre se levantaba de la cama, me llevaba
a mi dormitorio y se sentaba a mi lado, frotándome la espalda, hasta que dejaba
de llorar y lograba volver a dormirme.
Me
adapté. Algunas noches conciliaba el sueño imaginando que mis compañeros de
clase dormían en catres en mi dormitorio, a mi alrededor. Otras me iba a la
cama de mi hermana, que entonces solo tenía ocho años, y me hacía sentir
segura. (Ella no lo recuerda, pero yo sí).
Y
mi vida cambió también durante el día.
Siempre
había sido una niña normal para mi edad, pero en quinto me deprimí tan
profundamente que me convertí en la típica criatura a la que todo el mundo
intimidaba. Fue horrible. Después de un tiempo, dejé de salir al recreo. Me negaba a jugar con los demás niños lejos de los adultos, no quería que tuvieran la oportunidad de insultarme y maltratarme con sus crueles actitudes.
Sencillamente,
hubo un antes y un después.
Una
tarde que veía la tele con mi madre, me llamó la atención un programa que creo
que se llamaba Un caso de violación. Mi interés venía provocado por la
participación de Elizabeth Montgomery, la protagonista de Embrujada, una
serie que me gustaba mucho. No sabía de qué iba, pero al observarlo, aprendí
una palabra que no conocía hasta entonces. Era la palabra que describía lo que
me había ocurrido a mí en aquella sala de la casa de mi amiga.
«Violación».
Se
lo conté a mi madre. Como era de esperar, ella se alteró mucho; se enfadó tanto
que llegué a lamentar habérselo dicho. Pero mi pesar se acentuó cuando me
llevaron a la consulta del pediatra y me examinó un señor que no me dijo lo que
estaba haciendo ni por qué. Nadie me explicó nada; solo hablaban como si no
estuviera delante, diciendo cosas que no entendía. Para entonces ya había
transcurrido casi un año y no había restos probatorios con los que poder
presentar una denuncia: ni lesiones, ni heridas, ni semen...
A
resultas de lo cual la expresión «violación» fue el catalizador de un silencio
todavía más profundo.
Recuerdo
lo que pensaba mientras duraba aquel examen. Una idea que atravesaba con fuerza
la humillación y la cólera que sentía: «Los hombres solo quieren lo que hay
entre mis piernas».
No
compartí con nadie aquel razonamiento. Lo guardé en mi interior.
La
soledad puede ser cicatrizante. El silencio puede abrir la mente, pero cuando
una herida está envuelta en el silencio, en lugar de sanar se enquista. Y la
soledad que se produce cuando eres la víctima de un crimen que nadie conoce es
devastadora. Yo era la única que realmente sabía lo que me había ocurrido.
Todos los demás actuaban como si no hubiera pasado nada y me hacían callar
cuando lo mencionaba. Aprendí a no hablar de ello.
Crecí.
Superé el acoso, en parte porque nos mudamos a otra localidad. Hice nuevos
amigos. Amigos que, como yo, estaban heridos de alguna manera—aunque eso no lo
supe hasta mucho después—: una chica a la que su padre acosaba, otra cuyo
padrastro le pegaba y un chico gay.
Algunos
chicos del colegio me gustaban, pero jamás hablé con ellos. Y cuando llegué al
instituto, la mayoría de mis amigas eran sexualmente activas. Yo no, aunque
ahora no lo lamento porque, a pesar de lo que piensan los adolescentes,
mantener relaciones sexuales en el asiento trasero de un coche o perder la
cabeza por un chico con braquets no suele ser la gran experiencia que
todos piensan. Recuerdo que una de mis amigas me contaba que tenía que contener
las náuseas para chupársela a su novio. No entiendo por qué seguía haciéndolo,
pero recuerdo que entonces me pareció burdo y muy poco romántico.
Mi
vida dio un vuelco cuando me fui a vivir a Dinamarca. Quería tener novio, pero
no podía ser ninguno de los chicos de la pequeña localidad de Colorado en la
que vivía. Tenía que ser un hombre de mundo, más interesante que mis compañeros
del instituto.
Fue
en Dinamarca donde salí de mi caparazón, en su mayor parte gracias a mis padres
de intercambio. Ellos hicieron todo lo posible para ayudarme y apuntalar la
autoestima de una chica que, era evidente, estaba herida.
«No
sabemos qué te ha ocurrido, pero sí que algo está muy mal. Nos limitamos a
prestarte todo nuestro apoyo».
Mis
cicatrices, tan evidentes incluso para los desconocidos, no eran percibidas por
las personas de mi ciudad natal. Extraño, ¿verdad?
Preben,
mi padre de acogida, me enlazaba el brazo cuando entrábamos en restaurantes y
decía chorradas como, «cada uno de los hombres presentes va a ponerse celoso al
ver que salgo con una chica tan guapa».
Al
final del primer año que pasé allí tuve un novio… Con él hice el amor por
primera vez en mi vida y disfruté de ello. Nunca he dicho que fue allí donde
perdí mi virginidad porque, desde el momento en que comprendí lo que eso
significaba, sabía que era algo que yo no tenía. Jamás tuve esa sensación de
pureza con la que algunas jóvenes llegan a la cama de sus amantes ni pensé que
un encuentro sexual pudiera ser algo especial, más allá del placer físico que
comparten dos personas.
Pero,
¿adónde se dirige esta historia?
La
relación que mantuve en Dinamarca llegó a su fin. Tuve que regresar a Estados
Unidos a pesar de que no quería. Cometí el error de casarme y tardé demasiado
en divorciarme, desperdiciando diez años de mi vida en una relación estúpida.
Finalmente descubrí el periodismo y, sabiendo que tenía que hacer algo con
respecto a la violencia de género, canalicé mi trabajo como columnista y
reportera en temas relacionados con mujeres.
Y
me realicé.
La
violación es una cadena perpetua. Si comenzara a enumerar todas las maneras en
las que afecta a mi vida haber sido violada, daría para escribir un libro.
Omitiré cierto coqueteo con sustancias adictivas, la depresión, las veces que
pensé en suicidarme cuando era una preadolescente… Pero quiero dejar constancia
de una corta lista porque no creo que la gente comprenda lo profundo que
resulta el daño que provoca ese crimen.
La
violación me robó cualquier sensación de misterio que pudiera tener el sexo.
Pero todavía fue peor que me desvinculara de mi cuerpo, convirtiéndolo en una
casa hostil en la que yo no quería estar. Eso tuvo un gran impacto en mí
durante mis embarazos y partos, en mi salud, en mi adaptabilidad, en mi ego… Me
hizo ser cautelosa y muy desconfiada con los hombres, y las palabras que estoy escribiendo
son comedidas. Tengo muchos amigos varones, tipos que sé que jamás atacarían a
una mujer; ellos son los que me ayudan incluso cuando lo que necesito es apoyo
emocional.
También
tuvo su lado positivo. La fuerza que encontré en mi interior se hizo tan grande
que quise compartirla con otras mujeres. Era feroz, capaz de derribar paredes,
enfrentarse a amenazas de muerte, acosadores, hombres armados… y reírse de todo
ello.
En
2006, después de más de una década escribiendo sobre atentados sexuales y
maltrato de género en mi columna de opinión del periódico, hice público que era
la superviviente de una violación. En 2010 escribí sobre las mujeres que daban
a luz en la cárcel inmovilizadas con grilletes a la cama; el artículo sirvió
para que se aprobara una enmienda prohibiéndolo. Mi trabajo me valió un
importante galardón de la Asociación de los Periodistas de Colorado, Flame
Lifetime Achievement Award y, el año pasado, me concedieron el primer
premio de la Coalición de Colorado contra las Agresiones Sexuales. Cuando me
acerqué al estrado tenía la cabeza llena de palabras significativas que podría
haber dicho, pero terminé llorando sin consuelo.
Fue
inmensamente gratificante saber que había conseguido algo en la causa que más
importancia tiene para mí.
A
pesar de no tener pareja, mi vida ha sido plena y satisfactoria. Tengo dos
hijos que lo significan todo para mí. Chicos a los que he enseñado a respetar a
las mujeres. He escrito incontables artículos y columnas. Soy la autora de
trece novelas. Tengo mi casa. Viajo. Me jacto de poseer buenos amigos. Me
despierto casi todos los días con una sonrisa en la cara, incluso aunque en mi
interior siguen existiendo sombras de las que no puedo desprenderme.
Estoy
compartiendo ahora mi experiencia en honor al mes de la Conciencia sobre la
Agresión Sexual, con la esperanza de ayudar a otras víctimas de violaciones.
Fui testigo de cómo en las elecciones de 2012 los políticos querían quitar
contundencia a las penas por violación con frases como «violaciones legítimas».Viví
las consecuencias de la violación de Steubenville, cuando los medios de
comunicación se topaban con hombres y mujeres que trataban de defender a los
violadores culpando a la víctima. Lo mismo ocurrió cuando una estudiante de
veintitrés años fue violada hasta la muerte en la India. Voces internacionales
condenaron las culturas que permiten estos crímenes y exigieron justicia para
las víctimas.
Creo
que por fin hemos alcanzado un punto en el que se considera la violación como
un delito. Y quiero llegar más allá.
Este
mes, por favor, escribid y compartid los hechos que conozcáis sobre crímenes
sexuales, violaciones y violencia de género. Salid a la calle y culpad a los
violadores, porque nunca una violación es el resultado de la elección de la
ropa, lo que bebe o donde está una mujer. El violador es el único culpable.
Ellos son depredadores, igual que el hombre que me asaltó, que buscan la
oportunidad de atacar.
Dad
confianza a las víctimas, aseguradles que sobrevivirán. Decidles que la vida
mejora y que sanarán. Que son más fuertes que la persona que les hizo daño y
tienen la capacidad de vivir sin aquellos que deberían amarles y protegerles
pero les decepcionaron. Hacedles saber que hay luz al final del túnel y que
deben recuperar sus cuerpos para encontrar la felicidad.
Rompe el silencio. Denuncia las
violaciones.
Trini, me he quedado impresionada con el testimonio de Pamela Clare, una escritora a la que admiro. Impresiponada. Quizá más tarde, un poco más en frío, sea capaz de dejarte un comentario que diga algo, dejo este sólo para que sepas que lo he leído y que lo haré mover, como dice ella, para romper el silencio.
ResponderEliminarUn beso.
También yo me quedé impresionada con su testimonio, me pareció muy valiente y creo que es importante que personas como ella rompan el silencio. Y gracias por compartirlo, Marhya.
EliminarUn beso
Uf he quedado de piedra, que fuerte y qué valoroso por parte de ella contarlo a un público. He conocido a personas que han pasado por eso y realmente es un tema dificil... solo Dios sabe por la que pasan internamente esas personas, muchas veces, la ayuda externa no alcanza, pero es importante... gracias por la nota :D
ResponderEliminarSí que es un tema muy difícil y no es fácil que las personas que lo sufren se abran y lo cuenten, por eso Pamela me parece tan valiente y admirable...
EliminarBesos,
No hay palabras para describir la impotencia cuando la violación la comete un médico anestesista, al que ves mirarte como un pervertido pero que no puedes gritar ni huir porque ya comienza a hacerte efecto el sedante, y sabes que abusará de ti mientras estás inconsciente, y al despertar de la operación sientes un frío nauseabundo en tu interior. Sabes que ha abusado de ti, con absoluta impunidad y el beneplácito de sus compañeros del hospital que le dejaron a solas con una paciente joven. ¿Como rompes el silencio? lo primero que harán serán acusarte, ya no solo el violador sino toda su comuna, de que estás loca. Estamos indefensas totalmente.Conozco muchísimos casos ocurridos con médicos y enfermeros involucrados.
ResponderEliminarVaya, qué fuerte lo que cuentas. Pero, aunque no sea fácil, creo que hay que denunciar, aunque solo sea para sembrar la duda sobre la honorabilidad del que abusa.
Eliminar¡¡Ojalá estas cosas no sucedieran nunca!!.
Un beso enorme,
Sin palabras...
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